Empezando

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A los sesenta y ocho años la vida está empezando para este amigo escritor que vino anoche a casa a cenar. Cuando yo era niño, incluso adolescente, un hombre de sesenta y ocho años estaba cerca de la decrepitud: nuestro amigo tiene un aspecto magnífico, acentuado por el hecho de que casi todo es nuevo en su vida. Se ha mudado de Barcelona a Madrid, y ha descubierto cuánto le gusta esta ciudad. Dejó el  trabajo que tenía en la universidad, del que estaba muy cansado, y ahora tiene otro que le satisface mucho más en un museo de aquí. Ha sido padre por primera vez. Como pertenece a esa generación progresista que en su juventud sospechaba que la paternidad era una trampa burguesa, se ve que le da cierto reparo hacer lo que también le apetece mucho, que es enseñarnos una foto de su hija de diez meses. Todos los niños son príncipes. Elvira y yo, doce y dieciocho años más jóvenes que él, cobramos a sus ojos una autoridad de padres veteranos. La conversación discurre, inevitablemente, en torno a estos malos tiempos, pero a ninguno se nos pasa por la cabeza la tentación nihilista de sucumbir al desánimo sobre el porvenir, ni al vicio inverso, la nostalgia. Tener hijos lo ancla a uno más en el presente y no lo deja desesperar sobre ese futuro en el que los hijos seguirán teniendo sus plenas vidas soberanas cuando no estemos nosotros.